Si la danza, en la medida en que utiliza una técnica codificada, diferente de los gestos cotidianos (incluso cuando estos gestos se transfieren al escenario), se define como el arte de “rehacer” un cuerpo que no es el “cuerpo común o real”, el títere, figura esencial de una materialidad y una mecánica antinatural, puede aparecer entonces como un modelo de expresión.
A partir del romanticismo, el arte del títere extrae de la danza una parte de su inspiración y de sus formas estéticas, especialmente cuando Heinrich von Kleist, en su ensayo Sur le théâtre de marionnettes (Sobre el teatro de marionetas, 1810), confirmó la superioridad de los movimientos ilimitados del títere articulado en comparación con los del bailarín de carne y hueso, sometido a las leyes de la naturaleza. El bailarín artificial de Kleist no solo presenta la ventaja de no estar sometido a las leyes de la gravedad y de estar liberado del peso y del cansancio, sino que además es, lo que resulta paradójico, un modelo de artista más próximo a la naturaleza, al animal no condicionado por las inhibiciones de la conciencia, es decir, a lo racional. Por lo tanto, es el maestro del cuerpo unitario, “orgánico”: en ese sentido, el títere es emblemático en la medida en que se mueve a partir de un solo centro, de un único impulso del que depende el resto de los movimientos. Se trata de volver a encontrar una especie de animalidad en el movimiento natural liberado de los códigos impuestos a los gestos cotidianos por las convenciones sociales y las costumbres.
El ballet de títeres
Si bien el repertorio de títeres de guante de tipo guiñol incorpora a menudo danzas populares como la mazurca o la polca, el ballet se presenta de manera más precisa y definida en el arte de la marioneta a lo largo del siglo XIX y hasta nuestros días. En 1824, Stendhal se encontró con un espectáculo romano de títeres (los fantoccini en el Palazzo Fiano) en el cual se bailaba un ballet sacado de las Mil y una noches. Se trataba de títeres en los cuales los movimientos de las partes inferiores se realizaban mediante hilos que iban hasta el interior del títere. Stendhal observó que incluso los hilos de los brazos podían esconderse gracias a su posición trasera respecto a la boca del escenario, lo que subrayaba la ilusión que creaba sobre el espectador y la imitación de movimientos naturales. Esta tradición ha subsistido hasta nuestros días entre los marionetistas de Salzburgo, desde La Mort du cygne (La muerte del cisne) hasta Coppélia, pasando por Cendrillon (Cenicienta). El repertorio de la familia Colla también mostró varios ballets en sus espectáculos y uno de los que llegaron a ser famosos fue Il ballo Excelsior (El baile Excelsior). Incluso un escritor como Alfred Jarry, quien ciertamente no era un titiritero profesional, alcanzó, gracias a sus amigos del teatro de Pantins, una reputación de titiritero de tal magnitud que le pidieron que manipulara sus títeres de hilos para un gran ballet de “seis bailarinas en tutú” destinado a asegurar el éxito de Vive la France! (¡Qué viva Francia!) de Franc-Nohain (1898).
La danza y el títere artificial
A la inversa, muñecos, fantoches, maniquíes, títeres y dobles mecánicos están presentes en los temas abordados por la danza y el ballet, en las obras a menudo inspiradas en personajes de los cuentos de Hoffmann. La pasión por estas figuras comienza en 1870 con la representación de Coppélia de Arthur Saint-Léon en la Ópera de París y, más adelante, con el Cascanueces de Marius Petipa, aunque también pueden encontrarse figuras angelicales similares a los títeres de Kleist en numerosos espectáculos de ballet románticos.
Pero fue en París, en 1909, con la creación de los Ballets rusos de Diaghilev, cuando las criaturas artificiales aparecieron cada vez en mayor medida. Aquí se percibe la misma voluntad de exaltar las características propias de los géneros menos conocidos del arte del espectáculo; esta era una “atmósfera” que se percibía también en las vanguardias rusas de principios del siglo XX: acróbatas, artistas de circo de todos los géneros, títeres y barracas de feria que muchas veces animaban las actuaciones recitadas o bailadas. Eran temas que aparecían por ejemplo en Petrushka o en La Boutique fantasque (La tienda caprichosa). los ballets suecos de Rolf de Maré, más inmersos en el clima de vanguardia de las décadas de 1910 y 1920, exploraban además temas ligados a los títeres en Les Mariés de la tour Eiffel (Los recién casados de la torre Eiffel, 1921) y en Relâche (Descanso). En esta atmósfera parisina fue llevado al escenario Le Bœuf sur le toit (El buey sobre el tejado), de Darius Milhaud y Jean Cocteau (1920), donde aparecían los payasos Fratellini llevando consigo un gran cuerpo de cartón. En 1925, Balanchine llevó al escenario Le Chant du rossignol (El canto del ruiseñor), donde los cuerpos de los bailarines disfrazados componían un marco coral totalmente despersonalizado y donde el cuerpo era un fragmento de una totalidad visual que lo transcendía. Más adelante, los autómatas y los juguetes mecánicos, que muchas veces adoptaban la apariencia de bailarines, supusieron también otro lugar de encuentro.
El movimiento “libre” del títere guió la danza de principios del siglo XX, a partir del nacimiento de la modern dance. De hecho, si en el ballet académico el cuerpo aparecía fragmentado, segmentado y afinado por el ejercicio de los movimientos particulares (“el alma en el codo” de la que hablaba Kleist), la danza moderna reivindicó un movimiento unitario en consonancia con toda una rama de la cultura teatral que aspiraba a volver a encontrar una dimensión originaria, anterior a la separación del cuerpo y la mente. Basándose en estas premisas, observadores como Hofmannsthal o Fuchs trabajaron con Ruth Saint-Denis o Madeleine G. (la “bailarina de ensueño”) para crear un movimiento sacado directamente de las profundidades del ser y en el que la reflexión que enfría el ritmo y paraliza las poses no obstaculizase la armonía. Esta tendencia fue llevada hasta la plenitud por la Ausdruckstanz (danza expresiva), una danza que, en línea con el expresionismo, hizo del cuerpo un vehículo de pulsiones profundas, sumergiendo las raíces en un “sentir universal”, traspasando las barreras y los límites de la individualidad. Tras las variadas propuestas e inventos coreográficos de principios del siglo XX, encontramos, aunque sea insinuado, al títere “divino” legado por Kleist.
Entre los siglos XIX y XX, el teatro oriental ejerció una fuerte atracción sobre la cultura europea: particularmente, de las sombras javanesas presentadas con ocasión de la exposición universal de París. Las danzas y los títeres de Bali influyeron en la reflexión de Antonin Artaud en Le Théâtre et son double (El teatro y su doble, 1938). Esto permite introducir otro elemento constante de la estética de la danza de principios del siglo XX: el rechazo de la psicología. A pesar de que este rechazo toma diferentes características en el caso de Craig y en el de Artaud, en la danza futurista o en la biomecánica de Meyerhold, el modelo del ser artificial sirve para rechazar la identificación en beneficio de una expresión pura, sin meditación: una modalidad en la que el títere es el emblema y donde se produce la ausencia de diferencia entre lo interior y lo exterior.
En el futurismo, la “despsicologización” del actor desemboca en un resultado extremo: en Scenografia e coreografia futurista (Escenografía y coreografía futuristas, 1915), Enrico Prampolini propone un escenario liberado de la presencia humana (“actores de gas” de luces de colores). Esto condujo a creaciones como Feu d’artifice (Fuegos artificiales, 1917) de Giacomo Balla, un “ballet” abstracto de luces, formas y sonido (con música de Stravinski), mientras que Fortunato Depero, en sus Balli Plastici (Ballets plásticos, 1918), comparaba directamente la danza con el títere. Su colaboración con los Ballets rusos desembocó en proyectos como Le Chant du rossignol (El canto del ruiseñor), en el que se conjugaban formas orgánicas y artificiales. También para los Ballets rusos, Picasso creó en 1917 los trajes de Parade, vistiendo a los actores con figuras cubistas que inhibían el movimiento de los personajes de los Managers, dejando libres tan solo los de las articulaciones inferiores. Estos trajes constituían lo que se llamarían títeres habitables.
El caso de Oskar Schlemmer es diferente. Su ballet más famoso, el Ballet triadique (Ballet tríadico), explicitaba sobre el escenario lo que había sido creado durante algunos años en el plano teórico; y no fue cuestión de azar que el artista alemán abriera su primera representación en 1922 con una lectura del ensayo de Kleist (véase también Estética Occidental). Al rechazar al mismo tiempo al actor psicológico y a las bailarinas “del alma” (la danza expresionista), Schlemmer se alejó de todo lo que no entraba en el marco de una mecánica del cuerpo pura. Ponía al hombre en el centro del espacio abstracto, “prismático”, del escenario al que debía ajustarse. El hombre y el espacio tienen sus propias leyes: si el hombre prevalece, el espacio se ajusta a él y a eso se le llama teatro naturalista; en el caso contrario, el hombre natural se integra en el espacio y a eso se le llama teatro abstracto. Fue en este marco y en esta perspectiva donde Schlemmer abordó la cuestión del uso del títere y del autómata en el teatro. Para él, el traje “plástico-espacial” está unido a la Kunstfigur (figura de arte) porque éste une artífice y arte, lo artificial y lo artístico; los trajes se identifican con los “personajes”. Los bailarines llevan máscaras y maillots rellenos y son, una vez más, cercanos al títere habitable.
Durante su actividad en la Bauhaus, Schlemmer (con Schawinsky, además de otros artistas) experimentó con el tema de las relaciones entre el hombre y los diversos elementos del espacio, los objetos (danza de formas), las situaciones (danza de gestos), los materiales (danza del metal, danza del vidrio) y las transformaciones del cuerpo humano (danza de bastones pero también de telón y de bastidores). No era la forma humana lo que emergía así, sino las leyes que sustentan la estructura y la acción.
La declinación dadaísta de la danza de vanguardia es singular. Según Hugo Ball, en el cabaret Voltaire de Zúrich (lugar de fundación y de reunión del movimiento Dada, abierto en 1916), las máscaras “sobrehumanas” de Marcel Janco condujeron a la creación de figuras extrañas, utilizando objetos improbables puestos en movimiento en una “danza trágica-absurda”. Las técnicas de deformación del cuerpo del actor estaban no solo unidas a la actitud dadaísta de denuncia de un mundo enajenado, sino también –en la despersonalización del actor y la desaparición del “yo”– se encontraban bajo la influencia de la abstracción y del expresionismo. El traje de Ball encerraba las piernas en un cilindro de cartón azul similar a un obelisco; la parte superior del cuerpo estaba envuelta en un enorme cuello de papel maché fijado a la cabeza de manera que el movimiento de los brazos producía un efecto de alas. En la cabeza vestía una chistera de “chamán” con rayas azules.
Entre los que acudían habitualmente al cabaret Voltaire estaba el coreógrafo Rudolf von Laban. Su alumna Sophie Taeuber-Arp creó en 1918 los títeres para Le Roi-Cerf (El rey ciervo), de Carlo Gozzi y (con Otto Morach) para la Boîte à joujoux (Caja de juguetes), de André Hellé y de Claude Debussy, representado en el Schweizerische Marionettentheater (Teatro suizo de títeres). Mientras que Hellé veía en el arte estilizado de los títeres un modo de alcanzar la esencia del movimiento Dada, el mismo Debussy los consideraba como los únicos intérpretes capaces de “entender” al mismo tiempo el texto y la música. El arte del títere y el arte coreográfico se volvían a juntar en la muñeca-bailarina, figura central de este ballet, y las criaturas de Sophie Taeuber-Arp son difícilmente disociables del contexto de la época y de las influencias que los impregnaban (las teorías de Laban en las danzas del cabaret Voltaire). Sus formas geométricas reflejan además, las investigaciones posteriores llevadas a cabo en la Bauhaus sobre la abstracción.
Los herederos de las vanguardias
Schlemmer se ganó varios enemigos en la danza del siglo XX: para Alvin Nikolas (que había debutado en el mundo del espectáculo con títeres), el Theatre of motion (Teatro del movimiento) se oponía a la emotion (emoción) y se expresaba en la metamorfosis de las formas en el espacio. En Tensile involvement (1955), las largas gomas unidas a las manos y a los pies de los bailarines evocaban por una parte los hilos del títere y, por otra parte, la intersección de las líneas del espacio y las del cuerpo. Según Nikolas, el bailarín debía trabajar las formas del cuerpo como un escultor e inventar nuevas formas utilizando trajes, objetos y luces, al igual que medios de transfiguración del aspecto puramente físico. En Masks, Props and Mobiles (Máscaras, utillaje y móviles, 1953), los trajes fantásticos actuaban como elementos de intersección entre el bailarín y el espacio. Pasando de la creación de coreografías en sentido estricto, a la definición de las partituras incluyendo a las formas en movimiento (donde el cuerpo era a menudo un instrumento parcial o totalmente invisible), esta danza evoca el proceder del titiritero que hace mover sus figuras y se desplaza por el límite donde confluyen diferentes géneros. Se privilegia el elemento cinético y visual. En esta dirección trabaja Philippe Genty, quien, con materiales pobres, representa sobre el escenario danzas de personajes-objetos explotando los efectos de la luz y de los movimientos. También trabajan en esta dirección las compañías Iso y Momix en Estados Unidos o los Mummenschanz en Europa. Marcados por la experiencia de los Pilobolus, compañía de danza creada en Estados Unidos a principios de la década de 1970, estas compañías recogían los frutos de las vanguardias utilizándolas de un modo lúdico y fantástico.
La danza contemporánea y el títere
En la danza de finales del siglo XX, algunas exigencias estéticas y el tema del títere tienden a confundirse. Un ejemplo significativo es el de los espectáculos de Maguy Marin. En Fatland (Tierra de gordos), los cuerpos de los bailarines con trajes rellenos (de poliuretano) tejen relaciones eróticas. En Himen, pero también en May B., dedicado a Samuel Beckett, la danza de los cuerpos deteriorados expresa la descomposición de la frágil frontera entre el interior y el exterior que es la superficie corporal. En Cendrillon (Cenicienta, 1985), Maguy Marin crea una nueva versión del famoso ballet haciendo que sean unos muñecos-bailarines con máscaras quienes lo interpretan; estos tenían los cuerpos rellenos y trajes de color caramelo. Las mismas proporciones escogidas para la escenografía, próximas a las de una casa de muñecas, son un guiño al teatro de títeres; mientras que el muñeco-bailarín presenta los rasgos mecánicos del ser deshumanizado y del autómata.
Algunos temas, al mismo tiempo fascinantes e inquietantes, parcialmente extraídos del universo de los títeres, los exploraron Nicole Mossoux y Patrick Bonté. En Twin houses (Casas gemelas), el tema del doble concuerda con la técnica escogida: la “manipulación” de un doble artificial. El traje se convierte en objeto escénico en relación dialéctica con el movimiento de la bailarina, quien sufre el efecto, pero que al mismo tiempo lo modifica. La bailarina “maniobra” aquí su propio cuerpo, se “manipula” a sí misma.
La “contaminación” del cuerpo del bailarín por los objetos caracteriza el trabajo de Philippe Decouflé, un artista que se abraza a una “estética de la fealdad”, rechazando un modelo de cuerpo estereotipado. El bailarín trabaja con la idea del organismo ficticio, “cuerpo real imaginario” que entreabre posibilidades inéditas creando una dimensión más veraz que la realidad; y los medios utilizados son el empleo de trajes que constriñen el movimiento, la suspensión de los cuerpos y la explotación del espacio en su verticalidad.
Finalmente, las nuevas tecnologías ofrecen nuevas posibilidades de “contaminación” por “lo artificial”. Merce Cunningham –conocido sobre todo por su técnica en la que la espalda se convierte en el nudo del movimiento– intenta desde el principio de la década de 1990, con el programa Life forms, grabar la “memoria” de la coreografía: esto da como resultado cuerpos desmaterializados en las líneas del movimiento. En 1999, creó Biped, en el que los signos que connotaban los cuerpos de los bailarines se convertían en puntos de apoyo (las bisagras) de figuras virtuales reproducidas electrónicamente, y en proyecciones de luz que desmaterializaban el cuerpo carnal y actuaban sobre el escenario al mismo tiempo que los bailarines de verdad.
Bibliografía
- Grazioli, Cristina. “La marionetta kleistiana nel primo Novecento tedesco: le incarnazioni di un mito”. Gesto e parola. Eds. Umberto Artioli and Fernando Trebbi. Padova:Esedra, 1996.
- “Objet-danse”. Alternatives théâtrales. No. 80: Objet-danse. Bruxelles: Alternatives théâtrales/Institut international de la marionnette, 2003.
- Vaccarino, Elisa, and Brunella Eruli, eds. Automi, marionette, ballerine nel teatro d’avanguardia. Milano: Skira/Mart, 2000.