El títere no es solo una creación formal, un lenguaje teatral o un objeto artístico: también se trata de una figura que, en casi todas las culturas, ha condensado las incertidumbres sobre el origen de la vida, sobre la muerte, sobre las relaciones entre lo visible y lo invisible, entre el espíritu y la materia. Desde el mito de Pigmalión, en el que la estatua cobra vida, al de la caverna de Platón, en el que el mundo es descrito como un teatro de sombras proyectadas por títeres, existen numerosos relatos que se relacionan con el mismo. Eso ocurre, por otro lado, en numerosas prácticas religiosas o espectaculares ligadas a estos relatos, desde los Nacimientos a los carnavales o al teatro sagrado de la India. El títere ilustra así, de manera a la vez concreta y metafórica, creencias religiosas, teorías filosóficas, ideas estéticas y teatrales, que abordan la cuestión de las fronteras inestables y porosas que unen lo vivo y lo inanimado. Como elemento intrínseco de rituales funerarios, festivos o religiosos, el uso del títere revela una necesidad de estructurar los misterios y las angustias del individuo ante la muerte y cumple una función específica en la organización y en la identidad de un grupo. En todas las épocas y en la mayoría de las sociedades, el hombre se ha proyectado sobre el títere, contribuyendo a la renovación y a la actualización del mito antiguo.
Imitación e identificación
La idea central de una unidad entre lo vivo y lo inanimado por un intercambio mutuo parece ser el hilo conductor que atraviesa el mito del títere. En las culturas tradicionales, las similitudes entre lo humano y lo artificial, entre el hombre y el títere, reflejan una visión mágica de las fronteras entre la realidad material y la realidad espiritual o imaginaria, mientras que la sociedad contemporánea ha situado el títere en el centro de un universo tecnológico cibernético proyectando en él sus visiones más futuristas pero también sus fantasías más inquietantes. Las novelas de Philip K. Dick, algunas de las cuales fueron adaptadas al cine (Blade Runner, de Ridley Scott; A.I. Artificial Intelligence, Inteligencia artificial, 2001) de Steven Spielberg), dan una imagen muy contundente de ello.
Identificación, idealización, sublimación o temor de una proximidad inquietante y conflictiva: las relaciones entre el hombre y el títere siempre han sobrepasado el estadio de la imitación y de la ilusión para intentar penetrar en el núcleo de la identidad humana. La revelación de una continuidad profunda entre formas y estados diferentes de la materia ha estructurado y estabilizado la vida en sociedad. El títere representa el doble invisible del hombre bajo dos aspectos: un lado positivo y luminoso que exalta el espíritu, liberándolo de su peso material, convirtiendo el cuerpo en un bailarín perfecto y libre; mientras el lado negativo explicita las pulsiones ocultas del alma. Esos dos aspectos están estrechamente ligados, reforzando la inquietante idea transmitida por el títere, según la cual unos hilos misteriosos unirían lo animado a lo inanimado, la vida a la muerte, la luz a la sombra. En la cuarta de sus Duineser Elegien (Elegías de Duino), Rilke considera el títere no como una imitación del hombre sino más bien como su modelo: el hombre debe aprender a hacerse títere, dice, y, abandonando toda pretensión de ser el centro del mundo, debe hacerse «cosa».
Una inquietante extrañeza
La línea que separa al ser humano del títere se pierde a veces en ese descubrimiento de una inquietante identidad que remite a un orden misterioso cuyas leyes el hombre no conoce. La literatura romántica alemana (con Goethe, Hoffmann, Kleist) ha contribuido enormemente a hacer del títere la metáfora de lo que todavía no se llamaba «la inquietante extrañeza», asociando su presencia a las problemáticas del sueño, del doble, de la máscara, de la apariencia engañosa, de lo extraño y de lo estrafalario. En Leonce und Lena (Leoncio y Lena, 1836), de Georg Büchner, Valerio, el amigo de Leoncio, presenta al rey «dos célebres autómatas» que, aunque formados por piezas mecánicas, aparecen como seres humanos perfectos. Valerio manipula los dos personajes, pero, como dice en el discurso que dirige al rey, confiesa ser manipulado él también como un títere por la voluntad de su soberano. Volvemos a encontrar ese tema en los cuentos de Hoffmann (1819-1821), por ejemplo en Der Sandmann (El hombre de arena), donde Olimpia se aparece a Nathanael como una mujer real, cuando no es más que un títere: esa confusión subraya, de hecho, la superioridad física y moral del títere sobre el hombre. Como personaje femenino, el títere se convierte en una imagen de cera, dispuesta a secundar las proyecciones estéticas y los deseos eróticos del «amo». Esa es la idea que está en la base de L’Ève future (La Eva futura) de Villiers de L’Isle-Adam (1886), donde Edison no solo «clona» los rasgos físicos de una actriz tan bella como tonta, sino que también le añade un alma. Esos intercambios ejercieron una influencia decisiva en la renovación del teatro en cuanto a la calidad de representación de la realidad material y espiritual. La idea de remplazar al actor vivo por un actor artificial acompaña los grandes cambios de las teorías teatrales que encontraron en Ubu roi (Ubú rey, 1896) de Jarry una formulación radical. El asco que Maurice Maeterlinck sentía por el actor vivo había dado como resultado en 1891 los «pequeños dramas para títeres», Alladine et Palomides (Aladino y Palomides), L’intérieur (El interior) y La Mort de Tintagiles (La muerte de Titangiles), pero también la idea de un teatro liberado de la presencia del actor vivo, camino que Edward Gordon Craig siguió en sus escritos sobre la Supermarioneta. En su ensayo The Actor and the Übermarionette (El actor y la Supermarioneta, 1907), Craig afirma que el actor debe desaparecer y que el títere debe ocupar su lugar, no como un simple muñeco, sino como el signo de una dimensión espiritual cuyo lugar de manifestación sería el teatro. En esta línea se sitúa Antonin Artaud cuando propone en Le Théâtre et son Double (El teatro y su doble, 1938) un títere gigante capaz de suscitar un sentimiento de terror en el espectador. Los futuristas italianos (Poupées électriques Muñecas eléctricas, de Federico Tommaso Marinetti, 1907; Ballets plastiques Ballets plásticos de Fortunato Depero, 1918), los constructivistas rusos, con Vsevolod Meyerhold y su biomecánica, la Bauhaus y Oskar Schlemmer, también habían preconizado esa renovación que desembocaría en los años 1960 en los personajes gigantes del Bread and Puppet Theater y en los maniquíes de cera, dobles de los actores de carne y hueso, de Tadeusz Kantor en La clase muerta (1974). Kantor, en particular, en sus escritos teóricos recogidos en El teatro de la muerte (1977), considera a las figuras de cera y los maniquíes como los modelos del actor de carne y hueso. No se trata para él de reemplazar al actor vivo y de utilizar el maniquí como un actor, sino más bien de comprender que el primero puede mostrar al segundo la dimensión del vacío, la ausencia de toda comunicación, pues está, al mismo tiempo, cerca y separado de la vida, como un cadáver.
Metáfora de la condición humana
El títere también es un objeto complejo que exige una gran habilidad técnica y artesanal para alcanzar la expresividad artística que alimenta su mito. Son numerosos los ejemplos de artistas que han construido títeres, desde Alfred Jarry a Sophie Taeuber o a Paul Klee. A este respecto, sobre todo en la época de las vanguardias del siglo xx, el títere ha ejercido una influencia profunda en las artes plásticas, la danza y las artes visuales, como «motivo», pero también por las preguntas que suscita en cuanto al lenguaje de las formas y de los materiales.
A menudo olvidamos las diferencias, materiales y simbólicas a la vez, entre las diversas formas de ese «objeto» teatral tan particular. El títere de hilo, ligero y aéreo, no solo es muy diferente del títere de guante, que se mueve a sacudidas con abundancia de cachiporrazos, sino que los dos se dirigen a un público diferente a través de un repertorio adaptado a sus posibilidades específicas. El cuerpo del títere de hilo disfruta de una libertad de movimiento que sublima el sueño humano del vuelo y que celebra la victoria sobre las leyes de la gravedad que lastran el cuerpo del hombre. El texto de Kleist, Über das Marionettentheater (Sobre el teatro de títeres, 1810) teorizó esa idea, que está en la base del entusiasmo romántico por el títere. El títere de guante, por el contrario, es a menudo considerado como el ejemplo de la materia bruta, desprovista de inteligencia y de voluntad propia, y por lo tanto como un objeto manipulable a la voluntad de un demiurgo invisible (Der Golem El Golem de Meyrink, 1912). En L’Homme de neige (El hombre de nieve, 1890), Maurice Sand distinguía entre el fantoccio, la marioneta y el burattino. El fantoccio, dice, cuelga inerte del techo, la marioneta imita perfectamente la realidad, pero el burattino, que es desde luego más basto y primitivo, no es ni una máquina, ni un juguete, ni una muñeca (como la marioneta), sino un ser vivo porque obedece a los caprichos, al entusiasmo y a la inspiración de su manipulador.
Es sin duda esa pasividad de la materia la que hace de la muñeca una metáfora sobrecogedora de la condición humana. Bruno Schulz, en Sklepy cynamonowe (Las tiendas de canela fina, 1934), que ha influenciado tan profundamente a Kantor, habla del sufrimiento mudo de la materia despreciada e incomprendida por los humanos, que, creyéndose en el fondo diferentes de ella, desprecian eso de lo que ellos mismos están formados. De ese sufrimiento, que es soportado en silencio y que no es comprendido por aquellos sobre los que se ejerce, el títere se convierte en intérprete y signo. Un sufrimiento donde se puede descubrir una forma de alienación. Esa tendencia, presente sobre todo en la obra de los expresionistas alemanes, hace del títere la metáfora del hombre convertido en esclavo y privado de su voluntad por la sociedad de las máquinas. El títere, cuya rigidez corporal recuerda a la rigidez cataléptica de los sonámbulos o de los histéricos, propone una imagen sobrecogedora de los mecanismos psíquicos del individuo que actúa movido por sus pulsiones, por sus deseos, por sus neurosis, que no consigue ni conocer ni controlar y que a menudo adopta actitudes, realiza gestos o acciones, como empujado por una fuerza cuyas razones profundas ignora. Los pacientes histéricos del doctor Charcot en el hospital La Salpêtrière ofrecen una viva imagen de ello: paralizados como títeres, en los gestos extáticos de las fotos de sus «encarnaciones», a la vez encerradas en una rigidez cataléptica y obedientes a las sugerencias de los médicos fotógrafos. El hecho de que el títere no esté dotado de voz propia, pero que se le atribuyan pensamientos y palabras a través de una voz que tiene una fuente exterior a su cuerpo refuerza la idea de una alma prisionera de una materia opaca manipulable.
De Pigmalión a los Tamagotchi
Desde la estatua animada por Pigmalión hasta el Golem de Meyrinck y el Pinocchio de Collodi (1880), muchas criaturas extrañas sufren metamorfosis y atraviesan la barrera de condiciones opuestas: ya se trate de humanos transformados en engranajes mecánicos por la perfección de un gesto repetido (Manon y su baile en Wilhelm Meister de Goethe) o de criaturas artificiales construidas para enmendar las imperfecciones humanas (La Eva futura, de Villiers de L’Isle-Adam); la pregunta implícita a la que esas metamorfosis tratan de dar una respuesta concierne a las fronteras de lo humano.
En la época de la sociedad industrial, fueron dadas dos respuestas opuestas a esa pregunta por parte de las vanguardias: si los futuristas exaltaban las virtudes de las «muñecas eléctricas», los expresionistas alemanes medían los peligros de una robotización de la sociedad. Para los primeros, el hombre puede alcanzar una perfección a la vez física – volverse inmortal gracias al «esplendor del cuerpo humano de partes intercambiables» – y moral – «la energía eléctrica» se transmitió a sus ideas. Los Ballets plastiques (Ballets plásticos) de Depero ilustran bien esa concepción futurista del cuerpo humano convertido en un maravilloso títere, virtuoso e infatigable, ejecutando hasta el infinito, sin esfuerzo y sin errores, los movimientos que el hombre común no puede realizar. A la inversa, el expresionismo alemán retrata en Metrópolis la ciudad utópica de la nueva sociedad industrial, en la que los hombres son explotados y desprovistos de voluntad propia, reducidos a máquinas. Esa visión pesimista aparece también en la obra de Karel Čapek, R.U.R (1920) cuyo título debe leerse en inglés (Rossum’s Universal Robots), sugiriendo la dimensión multinacional de la fábrica donde trabajan los robots. Esa palabra, inventada por Čapek, proviene del checo robota, que designa a un trabajador infatigable. El tema de la rebelión de las máquinas es recurrente, comenzando por la película Metrópolis, de Fritz Lang, inspirada en las fábricas Krupp. Los trabajadores esclavos, todos idénticos y sin ninguna voluntad, son manipulados como títeres por una criatura artificial, creada por los Señores de la ciudad clonando a una chica generosa amada por los trabajadores. Esa criatura sin alma, nueva Eva futura en negativo, se vale de su apariencia engañosa para ganarse la confianza de los trabajadores, empujarlos a la rebelión y favorecer así las condiciones de una aniquilación definitiva. En Mathusalem (1919), drama satírico contra la sociedad burguesa y la sociedad de las máquinas, Yvan Goll ataca a la burguesía, a su falta de moral y a su avidez y crea el personaje del Blechautomat, un autómata hecho de láminas de metal, una especie de distribuidor automático de golosinas. Cuando Mathusalem desea oír la voz de ese autómata, introduce una moneda en la abertura de su boca y el autómata da unos pasos, pronuncia frases absurdas con una voz mecánica y temblorosa, gestos que llevarán a la muerte de su amo, dando saltitos sobre su cuerpo como para tomarse la revancha. Esa visión sombría de una humanidad cuya libertad de elección ha sido confiscada, lleva a una concepción de la manipulación compartida por muchos ciudadanos en lo que se refiere a la vida política o a los medios de comunicación.
El mito moderno del títere o de la criatura-objeto se encuentra también en las reflexiones filosóficas y éticas engendradas por los avances en el ámbito de la manipulación genética y por la cuestión de la «clonación reproductiva». Nuevas criaturas híbridas, otros androides y clones, a veces más «humanos» que los hombres (como en algunas novelas de Philip K. Dick o en I.A. de Spielberg), hacen cada vez más borrosas las fronteras entre lo humano y lo artificial, entre el manipulador y el manipulado, entre el sujeto y el objeto. Ahora, el cine retoma el tema del títere para simbolizar sobre todo la situación del individuo que se percibe como la víctima ignorante, «manipulada» tanto en su cuerpo como en su alma, por un oculto maestro de propósitos secretos (The Truman Show El show de Truman de Peter Weir, 1998; Minority Report de Steven Spielberg, 2002; The Matrix Reloaded de Andy y Larry Wachowski, 2003; The Manchurian Candidate El candidato manchú de Jonathan Demme, 2004).
Todos los mitos de la máscara, del doble, de la sombra, han encontrado en el títere la ocasión para acercarse a una dimensión religiosa e inmaterial que ofrece la otra cara de la realidad material. Si con Doctor Jeckyll y Mr Hyde (1886), Robert Louis Stevenson rompe la idea de una identidad humana sin defectos, en Frankenstein (1818), Mary Shelley bosqueja una criatura compuesta de pedazos heterogéneos que mezclaban lo vivo y lo muerto, situación que los actuales trasplantes de órganos y la banalización de las prótesis estéticas o médicas ya han integrado en los procesos de cambios biológicos y de modificaciones del cuerpo humano, así como los signos de envejecimiento.
El títere toca de esta forma el problema de la creación artística o biológica, y también el sueño de imitar el acto divino de la creación ex nihilo: Frankenstein, criatura monstruosa por haber sido construida fuera de las normas biológicas, pierde su carácter excepcional para convertirse en uno de nuestros posibles hermanos.
Algo que vendría a ser confirmado hoy por las extraordinarias capacidades de los robots de última generación. El Tamagotchi es un ejemplo de los animales de compañía virtuales: esa criatura electrónica lleva una «vida normal» a condición de que su manipulador lo cuide, incluso lo alimente y lo distraiga… Esas asombrosas criaturas artificiales, programadas para acercarse todo lo posible a un comportamiento real, muestran que la distancia entre mito y realidad podría ser salvada pronto.