El concepto moderno de público engloba únicamente a una parte de los espectadores de títeres. Este término no se aplica a las comunidades que se reúnen alrededor de figuras sagradas, de efigies fúnebres o de máscaras en el transcurso de ceremonias o de rito chamánicos. De hecho, en estos casos, que han afectado a ciertas regiones de Europa hasta principios del siglo XX, los asistentes no “asisten”: participan en la ceremonia en un contexto comunitario ajeno al teatro occidental moderno.
Si, originariamente, el espectáculo de títeres lo presentaban artistas ambulantes al público popular de las calles o plazas, pero también de las iglesias, a partir del siglo xvii las clases más elevadas de la sociedad se apropiaron del género en su versión más refinada: miembros de la aristocracia y del alto clero pasaron a formar parte del público. En las cortes principescas de Europa, las grandes familias y los cortesanos pedían espectáculos de títeres, tal y como confirman las obras representadas en Roma (véase [teatro Fiano]), en Venecia (véase [Ópera]) o en la corte del príncipe Esterházi que hizo que se representaran las óperas para títeres de Joseph Haydn (véase [Esterháza]). En los siglos xviii y xix en el teatro de títeres había las mismas distinciones que en el teatro de actores: entre el público de la calle (popular), el de los teatros de pago (más burgués pero también noble) y, finalmente, el público aristocrático de los palacios y las cortes. A partir de finales del siglo xviii, surgió un cuarto tipo de público, el público infantil, sobre todo en Alemania, donde se reconoce la importancia pedagógica de los títeres (véase [Pocci]) y donde aparecen los teatros en miniatura (también en forma de juguete) en las familias burguesas.
También en el siglo xix se constituyó un público “artista” que puede verse en las obras de [Maurice Sand] y [Louis Lemercier de Neuville], después en las del pintor [Paul Ranson] y de [Alfred Jerry]y, más tarde, en Austria, en las de [Richard Teschner]; en Italia, en las de [Craig], y, en general, en torno a las vanguardias. Este público era, evidentemente, limitado en su número pero, siendo parte aglutinante del movimiento artístico y, al considerar el títere como un medio de subversión del teatro burgués tradicional, ejerció una gran influencia. Este público es el que encontramos, tanto en el lado del escenario como en el de la audiencia, en numerosos cabarés artísticos (véase [Variedades, music hall, cabaré]).

La recepción del público

En lo que se refiere a la escena contemporánea, es más complicado distinguir los tipos de público. Pero la cuestión del público está vinculada de forma inextricable a la de la recepción del espectáculo, en la medida en la que el títere, la figura artificial, determina por sí mismo una modificación de las relaciones con el espacio, y en la que su dimensión reducida impone un número limitado de espectadores. En un estudio fundamental, Petr Bogatyrev establece la distinción de los sistemas semióticos del teatro de títeres y el de actores, y hace hincapié en el hecho de que los dos géneros suponen una percepción diferente del espectador: el teatro de títeres, al contrario que el ámbito ilusionista del teatro a la italiana (dominante en Occidente), utiliza un lenguaje altamente codificado y convencional en una óptica anti-naturalista y anti-psicológica, lo cual, de entrada, testimonia el “actor” no humano. Este lenguaje explota procedimientos “anti-narrativos” como el oxímoron, la metáfora, la elipsis, el doble sentido o la ambigüedad, que no se apoyan en las relaciones lógicas de causa y efecto que rigen el día a día. La estructura puede estar fragmentada y el desarrollo de la acción, interrumpido, en lugar de ser unitario y armonioso. En los espectáculos de títeres, sobre todo los de [guante], la historia que se cuenta suele ser parte del patrimonio colectivo (las fábulas, por ejemplo) que el público conoce de antemano pero que presenta variantes improvisadas e inesperadas. El espectáculo no es una representación de algo ajeno, pero tiene valor como tal: lo que tiene importancia es el proceso y no la historia que se cuenta. Todos los elementos escénicos se estilizan de forma extremada: un solo objeto es suficiente para simbolizar un ambiente, ya que incita la imaginación del espectador. El objeto revela su sentido en el contexto en el que se muestra y las señales más discretas deben permitir identificar al personaje.
De la misma forma, las dimensiones reducidas del teatro y la relación de proporción entre objetos y títeres tienen este efecto no realista. El teatro de títeres tradicional, tal y como se ha transmitido hasta el siglo xix, se distingue del espectáculo contemporáneo en que mantiene intactas – a escala reducida – las proporciones “naturales”, mientras que este último juega con la diferencia entre las dimensiones naturales del cuerpo humano y las artificiales de las figuras. Así, el choque que en el siglo xix se producía en el espectador cuando se daba una intrusión accidental de parte del cuerpo humano en el escenario, es explotado hoy en día por los titiriteros. El teatro de títeres se sirve frecuentemente del elemento “meta-teatral”: los “personajes” también tienen “conciencia” de ser títeres artificiales y suele ocurrirles, sobre todo en el caso de los títeres de guante, que tienen que dirigirse a un público que se ha convertido en su cómplice o, incluso, tienen que ir más allá del marco que delimita el espacio de actuación.
También encontramos en el cabaré, que acoge frecuentemente espectáculos de títeres, esta configuración espacial imprecisa en la que el límite entre actor y público tiende a difuminarse. La distancia entre el títere y su doble se ha comparado con frecuencia con el concepto de distanciamiento de Bertold Brecht. Pero hay que precisar una diferencia fundamental: el títere hace que el actor desaparezca, dejando emerger al personaje sin mediación; no “muestra” la ficción (tal y como hace el actor brechtiano al hacer hincapié en el papel de la tercera persona), sino que la elimina. Así, puede decirse que no existe la “esquizofrenia” del actor “doble”: paradójicamente, éste sanciona la autenticidad de su presencia al desviarse de la noción de “representación”. De su capacidad de dominar estas dos dimensiones – “la integración” con el títere y la “distancia” en lo relativo al papel – depende la fuerza del arte del titiritero y, por tanto, su poder de persuasión ante el espectador, que debe permanecer hechizado y no verse obligado, como el teatro propuesto por Brecht, a mantener un distanciamiento crítico.
Entre los teatro orientales, puede mencionarse el caso particular de las sombras del [wayang] de Java cuyo público puede experimentar el espectáculo de dos maneras significativamente muy diferentes, dependiendo del lado de la pantalla en el que el espectador se siente: el lado oscuro; o el lado del [dalang] (titiritero) y los músicos. O el del [bunraku] (tomado como modelo por Roland Barthes en su reflexión sobre las convenciones del código lingüístico), donde el espectador ve totalmente a los titiriteros.

Bibliografía

  • Bogatyrev, Petr G., Il teatro delle marionette, Brescia, Grafo, 1980.
  • Leydi, Roberto (dir.), Burattini, marionette, pupi, Milano, Silvana, 1980.