El arte los títeres se puede expresar de muchas maneras, pero de esta multiplicidad de formas pueden extraerse dos categorías fundamentales. La primera de ellas pertenece al mundo “vulgar” y se superpone con frecuencia a la familia de títeres de guante, los burattini de Italia, los cristobitas de España o el guiñol de Francia. La segunda, el títere de hilos, “marioneta” en sentido estricto, es más “noble”. La etimología de algunos de estos términos confirma esta dicotomía: la palabra italiana burattino deriva del nombre del segundo zanni de la comedia del arte, Burattino, llamado así por sus gestos desordenados que parecen agitar un pequeño cedazo, un tamiz para harina, un origen, por tanto, vinculado a la tierra. Sin embargo, la palabra marioneta (marionnette) proviene de las pequeñas imágenes de la Virgen que se vendían tanto en Francia como en Venecia en las fiestas marianas (véase Títere). Un origen relacionado con lo sagrado. En el primer caso, la figura tiene valores vinculados a la Tierra (también al Infierno), a un mundo infrahumano; también podría ser considerada como el emblema de la mecanización, de la pérdida de autonomía del ser humano. En el segundo caso, la versión “noble”, la marioneta estaría relacionado con una esfera “sobrehumana” y disfrutaría del privilegio de mantener la integridad de lo relacionado con lo divino. El hilo que le permite despegarse de la tierra es la marca visible de su carácter simbólico. En la cultura cristiana, y también en Oriente, se encuentran mitos con la imagen de la cuerda que unía originariamente el Cielo con la Tierra y que, por culpa de un ancestro mítico, se rompió.
El títere en el romanticismo
Este mito, que remite al tema de la caída, es importante para comprender la estética del títere. De hecho, la caída que tuvo lugar tras la ruptura de esta cuerda o estos hilos y, por consiguiente, de la comunicación armoniosa entre el Cielo y la Tierra, es el tema central sobre el que, en 1810, Heinrich von Kleist redactó el ensayo Über das Marionettentheater (Sobre el teatro de marionetas). Este texto es el fundador de todas las reflexiones europeas posteriores sobre muñecos articulados. Kleist relaciona el tema de la caída de Adán con la marioneta y exalta así la superioridad de ésta en relación con el bailarín o el actor que deberían tomarla como modelo ideal. La marioneta se distingue por su gracia excepcional, que se puede explicar por “una distribución de los centros de gravedad más conformes con la naturaleza”. Esta capacidad de obedecer solo a la ley de la gravedad y, por lo tanto, de mantener el centro de gravedad, es necesaria para el bailarín de carne y hueso, que está obligado a domar su movimiento. En el caso de la marioneta, la línea del movimiento acompaña siempre a ese centro, en el que se debería, según Kleist, identificar el alma del bailarín ideal. La marioneta tiene tres ventajas: su gracia nunca se ve afectada porque “la teatralidad aparece en el momento en el que el alma se encuentra en un punto totalmente distinto al centro de gravedad del movimiento”; es “anti-gravitatorio”, ya que “la fuerza que lo levanta es superior a la que lo retiene en el suelo, que solo tiene que rozar” sin interrumpir el baile; y, finalmente, está desprovisto de conciencia. Esta última ventaja le permite conservar la pureza de su gracia, algo que no le ocurre al bailarín porque su pensamiento solo consigue inhibir el movimiento. Sin fiarse ya del instinto animal y tras haber comido del árbol del conocimiento, el ser humano se cerró las puertas del Paraíso y se le negó la gracia divina (identificada aquí como la gracia del movimiento). La gracia se refugia en los dos extremos de las escala de los seres: “Aparece bajo la forma más pura en esta anatomía humana que no tiene conciencia alguna o que tiene conciencia infinita, es decir, en un maniquí o en un Dios.”
Cuando apareció el texto de Kleist nadie se fijó mucho en él, excepto Hoffmann, que también es autor de un texto sobre las virtudes de la marioneta: Seltsame Leiden eines Theater-Direktors (Sufrimientos extraños de un director de teatro, 1814). Dos personajes son los protagonistas: el hombre de marrón y el hombre de gris. El primero cuenta que quiere dirigir Gussmann le lion (Gussmann el león) y confiar el papel a un perro muy inteligente, pero todos los actores, descontentos con el reparto, protestan. El segundo, sin embargo, alaba el mérito de su compañía que no es tan celosa, y, para demostrarlo, abre ante su colega un cofre lleno de marionetas. El texto es una defensa del actor de madera frente a los actores caprichosos del siglo xviii. Esta defensa está presente en una carta de Filippo Acciaioli escrita en 1684 a propósito del pequeño teatro creado para Ferdinando III de Médicis: a los “cómicos” (los títeres) se les presenta como más baratos, menos complicados, más obedientes y sin los vicios de los actores reales. De la misma forma, Théophile Gautier, en Voyage en Italie (Viaje a Italia), cuenta la historia de un viejo artista que, tras padecer los caprichos de una prima donna, se hizo actor de teatro de sombras y encontró allí artistas más dóciles y más baratos. En la Paradoxe sur le comédien (Paradoja del comediante, 1778), Diderot defiende una idea parecida al comparar al actor con un “maravilloso títere” cuya alma, en un envoltorio artificial, elude la mediación de la carne, un elemento “demasiado humano”, lo que le permite prescindir de la interioridad para conseguir “engañar” al espectador.
Los cambios del siglo XX
Los dos escritores románticos, Kleist y Hoffmann, abonaron el terreno de una reflexión que continuó a finales del siglo xix y durante el siglo xx. Con la poética simbolista, la metáfora se vuelve totalmente pertinente para unas artes escénicas en plena renovación. Para los simbolistas, el teatro era una revelación, un reflejo del alma, no de la realidad: buscaban la imaginación del espectador a través de medios escénicos “desmaterializados”, querían evocar y no describir, crear sinestesias y no representar. El actor de carne y hueso se convertía en un obstáculo para llevar a cabo la Idea. El títere, que se había mantenido hasta el momento lejos del teatro oficial, se convirtió en un elemento perturbador de la dramaturgia de “fin de siglo”. Considerado como un “intruso” (es el título de un drama de Maeterlinck de 1891), se infiltró entre los personajes del teatro provocando inestabilidad. Así funcionan los “dramas para títeres” de Maeterlinck que, en Menus propos (1890), proponía reemplazar al actor por sombras, apariencias, figuras de cera. El género “drama para títeres” tiene aquí un significado metafórico y no literario; señala una nueva lectura, anti-naturalista, del estatus de los personajes.
En el movimiento simbolista, Alfred Jarry, combina temas “sublimes” con tonos vulgares y desfigura la imagen del títere cargándola de valores opuestos. Esta orientación típicamente grotesca tuvo su apogeo durante el siglo xx. De esta forma, Michel de Ghelderode, en las Entretiens d’Ostende (Entrevistas de Ostende, 1956), afirmaba la superioridad del actor “salvaje” de madera: no la marioneta refinada y “graciosa” de Kleist, sino el títere basto y popular. En realidad, esta categoría estética de lo “grotesco” presenta grandes paralelismos con el títere y tuvo repercusión en el mundo de los seres artificiales en el siglo xx. Se descubre la coexistencia de aspectos diversos y opuestos reunidos en la misma figura. Los valores usuales se invierten y podemos percibir, aunque a veces cause terror, la revelación de la risa.
Las vanguardias en Europa
Los principios que defienden los renovadores del teatro en el siglo xx se encaminan de forma sistemática hacia el títere, que parece convertirse en un punto de encuentro para combatir la concepción y la práctica de un teatro oficial que se centra en el actor. Se imponen dos direcciones, que ya anticiparon Kleist y Hoffmann: por un lado, la metáfora estética y filosófica, que remite a una reflexión extra-teatral; por otro lado, la mutación del actor en títere, que conlleva simplemente excluir al actor del escenario o que se reinvente basándose en indicios abstractos e intentando liberarse de la gravedad. A comienzos de siglo, el títere se convierte en la bisagra entre dos concepciones del cuerpo y la gestualidad: por un lado, desmaterialización y, por otro lado, la energía vitalista “plásticamente plena”.
Edward Gordon Craig, junto con Adolphe Appia, pone fin al problema del naturalismo dominante en el teatro. Al abandonar la distinción entre las acciones que son naturales y las que no lo son y al sustituirla por una distinción entre acciones útiles y acciones inútiles, Craig pone en duda el predominio del texto escrito y afirma que el actor no debería “entrar” en la piel del personaje, sino, al contrario, salir de ella. La actuación del actor “contaminada” por el cuerpo se desarrolla en L’Acteur et la surmarionnette (El actor y la supermarioneta, 1907), ensayo en el que el dramaturgo británico esboza un modelo de actor que rompe con el de “intérprete”. Para Craig, que considera – como Nietzsche – que el “padre de la dramaturgia” es el bailarín, se le debe dar prioridad al movimiento, pero el cuerpo humano es un instrumento inadecuado, demasiado comprometido con una tradición que hace de él un medio de exteriorización de sentimientos, un “exterior” al servicio de un “interior”. La teoría de la “supermarioneta” se basa en un principio de armonía: se trata de desprenderse de cualquier parecido con lo divino, de quitar la barrera física a través del movimiento absoluto (es decir un movimiento sin reproducción mimética) y sustituir así la interpretación naturalista por el gesto simbólico. La “supermarioneta” tiene una conciencia superior sobre sus propios movimientos y se reviste de una “belleza de muerte” en la medida en la que no compite con la vida. Mediante este elogio al títere, se considera a los “grandes actores” como un estorbo. Así lo ilustra la opinión de Anatole France (citada por Craig), que hace referencia a los actores de la Comédie-Française, que, por su talento avasallador, ocultan lo esencial de la interpretación.
La vanguardia rusa expresó repetidas veces su pasión por artes como el circo, los acróbatas, los saltimbanquis o los títeres, pero fue Vsevolod Meyerhold quien fue más allá en la reflexión sobre estas artes. En La barraca de feria (1912), identifica dos tipos: el primero trata de imitar a los actores de carne y hueso, mientras que el segundo se mantiene fiel a su propia naturaleza no humana. En este caso, no se basa todo en la psicología, sino en los “cachiporrazos” o, dicho de otra forma, en la fantasía de movimientos, en los saltos y en las bromas, incluso en la comiquería, expresión de una “teatralidad pura”. El actor es al mismo tiempo una herramienta y un mecanismo regulado por las leyes del ritmo del movimiento, previstas por la “biomecánica”, y respeta en la actuación un rigor máximo; en esto se parece al concepto de supermarioneta ( el ‘actor’ sin ego) que desarrolló Craig. Se trata de una oposición dialéctica entre orgánica y mecánica. La vanguardia busca en el mito del títere el indicio perdido de una vida más auténtica, anterior y opuesta al reino del discurso. La prioridad que se le otorgaba al elemento visual y sonoro fue determinante para las formas venideras del arte del títere.
Los futuristas también proclaman la necesidad de “despsicologizar” el escenario y la interpretación: el “declamador futurista” debía “deshumanizarse”, tenía que “metalizar, licuar, petrificar, electrificar la voz” y presentar una “gesticulación geométrica”. Además, en numerosas “síntesis futuristas” aparecen seres mecánicos (por ejemplo en Elettricità sessuale, Electricidad sexual, de Filippo Tommaso Marinetti en 1909) y la exaltación de la máquina, nuevo icono que pone en riesgo el naturalismo, tiene que destacar la belleza del objeto. El rechazo a la verosimilitud y a la coherencia narrativa y las provocaciones del futurismo (como en esta acotación de puesta en escena: “Personajes arrastrados a izquierda y a derecha en dos minutos”) son comparables a los rasgos típicos del teatro de títeres. Entre los escritos teóricos, hay que mencionar el de Enrico Prampolini, Manifesto della scenografia futurista (1915), que proponía, al retomar la idea de mecanización de lo humano, crear ambientes abstractos.
Se encuentran rasgos del futurismo italiano en la experiencia rusa del FEKS (Fábrica del actor excéntrico) fundada en 1922 en Petrogrado por Léonide Trauberg, Grigori Kozintzev y Sergueï Ioutkevitch. Como jóvenes directores de teatro y cine formaron parte de un movimiento de vanguardia llamado ‘excentricismo’, que se extendió tanto por el futurismo italiano como por el constructivismo ruso. La “excentricidad” se parece en este caso al “montaje de las atracciones” de Serguéi Eisenstein: si la obra se concibe como una combinación de materiales heterogéneos, basada en la desestructuración del continuum narrativo, el mismo principio es válido para la economía gestual del actor.
Para los naturalistas, cada proceso que impulsa al hombre se compone de una serie de movimientos necesarios y se puede conseguir el mínimo posible de movimientos si las extremidades del organismo se coordinan de forma que se obtenga el resultado deseado lo más rápido posible. El actor FEKS debe calibrar la cantidad de movimientos necesarios para llevar a cabo su tarea y excluir todo lo innecesario. De esta forma, los movimientos están privados de todo tipo de connotación emotiva y el modelo mecánico se superpone a la gestualidad del títere.
En el expresionismo, el títere se presenta bajo dos aspectos y dos concepciones. En una versión más políticamente correcta, el títere es el indicio de un estado larvario, de la máscara vacía de la alienación, mientras que la corriente “mística”, que puede identificarse en el trabajo de Lothar Schreyer, teórico del “teatro total”, reconoce en la “máscara integral” (Ganzmaske) un instrumento para que el ser profundo aflore, más allá de los límites individuales. De esta forma, el actor debe aproximarse al ideal de títere y liberarse no solo de lo real sino de la parte del “yo” también, demasiado condicionada por lo real, con el objetivo de que surja la esencia más profunda y meta-individual.
En la misma línea que los anteriores, la poética de Rudolf Blümner (1873-1945) experimenta con una voz “más allá de la lengua de los ángeles”, experiencia en la que se ve reflejada una prefiguración del trabajo de Carmelo Bene sobre la fonación. Sin embargo, en el teatro didáctico de Brecht, las máscaras y los títeres son instrumentos de distanciamiento, al contrario de las concepciones de Craig.
Dentro de las vanguardias de la década de 1920, la Bauhaus acogió una gran gama temática, desde la recuperación del cuerpo orgánico hasta la abstracción pura. Entre los dos extremos que encarnan el expresionismo de Lothar Schreyer y la mecánica abstracta basada por completo en el elemento cinético y visual de Moholy-Nagy (en la que el elemento humano se elimina), se encuentra la obra de Oskar Schlemmer. Para éste, el títere es depositario de un arte de revelación y de renovación. El títere es metáfora del movimiento descarnado y, al mismo tiempo, un organismo mecánico que reúne polos opuestos en una unidad en la que el director es tanto el dueño como el maestro. El hecho de querer destacar lo elemental, le lleva a Schlemmer a anular el lenguaje teatral. La mecánica pura del cuerpo contiene una esencia metafísica por ser abstracta y universal. Para Schlemmer, el hombre es una manifestación de lo divino, un símbolo del cosmos que hace de enlace, y el títere se basa en esta “numerología” del cuerpo. En el ensayo Mensch und Kunstfigur (El hombre y la figura artística, 1924), Schlemmer cita sobre todo a Kleist, Hoffmann y Craig y, como este último, considera que el teatro es esencialmente visión, Schau-spiel (“espectáculo visual”). No reniega del componente físico del teatro. Al estar situado en el espacio abstracto y prismático del escenario, el hombre permanece en el centro de un espectáculo que será la composición armoniosa – con ayuda del vestuario “plástico-espacial” – de las leyes del cuerpo del bailarín y las del espacio. Todo esto a condición de que trascienda los límites naturalistas eliminando los factores psicológicos y sentimentales. Schlemmer propone cuatro posibilidades de transformación del cuerpo humano: la arquitectura (auto)móvil, el muñeco articulado o títere, el organismo técnico y la desmaterialización. Lo esencial se consigue a través de la reducción a formas geométricas elementales, dando importancia a la estructura sin alejarse de la naturaleza, pero atravesándola para alcanzar la parte metafísica. El Triadisches Ballett (Ballet triádico, 1922) es una aplicación de su teoría: las “diadas” orgánico/artificial e inconsciente/consciente, se trasladan a un esquema “triádico” en el que los polos opuestos se reúnen en armonía. “Los artistas están dispuestos a transformar las zonas de sombra y el peligro de su época mecánica en zona luminosa de lo exacto metafísico.” No obstante, Vasili Kandinsky defiende una concepción del teatro abstracto reducida al puro movimiento de formas, de luz y de color, en la que se da vida a lo inorgánico gracias a la resonancia común de su interior o, dicho de otra forma, gracias a la dimensión espiritual del arte.
Una corriente opuesta a las vanguardias insiste más en el proceso de fragmentación y de descomposición del cuerpo. Si la estética dadaísta de la descomposición y de la combinación inspira la Die Merzbühne de Kurt Schwitters (1922), con la yuxtaposición de objetos variados fuera de contexto, el principio se pone en práctica de la misma forma en la figura del cuerpo, tal y como aparece en el análisis de Hans Bellmer (que ilustró una edición francesa del ensayo de Kleist) en el que las figuras femeninas (La muñeca, 1933) se conciben como “anagramas del cuerpo”. El centro de gravedad de estos cuerpos puede moverse por propia voluntad determinando así cada vez una nueva disposición de los órganos. Así, el títere aparece como modelo de un cuerpo que ya posee una dimensión teatral, que se origina en las múltiples posturas, en una gestualidad y en un código lingüístico sin límites que recuerda a la frase de Tristan Tzara: “El pensamiento se hace en la boca.”
Antonin Artaud es el que niega de forma más categórica los fundamentos “logocéntricos” del teatro. Mediante su insistencia en lo material, el rechazo al predominio de la palabra, del texto escrito, de la psicología y de la idea de repetición inherente a la representación, el autor de Le Théâtre et son double (El teatro y su doble, 1938) descubre en otros estilos, como el teatro balinés, lejos de la tradición occidental, un campo de posibilidades opuesto al modelo dominante en los escenarios europeos: lo fundamental en el espectáculo oriental es la revelación de una “idea física”, no verbal, en la que es “teatro” todo lo que pueda salir al escenario, independientemente del texto escrito. El rechazo a la distancia entre espíritu y materia le lleva a esta convicción de que el sentido debe reproducirse “sobre el escenario”, ni antes ni después, a través de un lenguaje más cercano a los jeroglíficos que a los códigos del discurso.
La paradoja de una interpretación que “materializa” la ausencia es central en la poética de Tadeusz Kantor: el títere es el emblema de esta ausencia cosificada, sobre todo en forma de maniquí (idea que debe al Traktat o manekinach, Tratado sobre los maniquíes, del escritor polaco Bruno Schulz, cuya obra marcó profundamente a Kantor). Los actores llevan los maniquíes sobre la espalda, a veces los abandonan, se mezclan con ellos o les ceden su puesto. Según su Teatro de la muerte, la muerte afecta tanto a la materia viva como a la materia inanimada. La alusión a una realidad evocada, percibida en la medida en la que se muestra su ausencia, hace perceptible una realidad más verdadera que la que se vive habitualmente. La voz se deforma, es grotesca, los actores son “molinos que muelen el texto”. Como símbolo de la separación entre materia viva e inanimada, el títere es al mismo tiempo cuerpo y esqueleto. Kantor utiliza el principio del collage en el desplazamiento de los elementos del cuerpo como un mecanismo que puede ser deconstruido. El cuerpo humano y el maniquí sufren la misma suerte, que les emparienta con la materia: en la afirmación “en el borde de la basura, se encuentra la eternidad” puede percibirse el eco de la conclusión del ensayo de Kleist: los polos opuestos, al anularse, coinciden.
Las teorías del títere del siglo xx desembocan, en el caso de Carmelo Bene, en su aplicación “sonora”. En numerosos espectáculos, Carmelo Bene utiliza el play-back con el fin de acentuar el carácter anti-naturalista. La superación del actor psicológico impregna toda su obra: si en Homelette for Hamlet (1987), las estatuas animadas retoman el tema de la inmortalidad y de la superación de lo humano, el play-back pone al descubierto la ficción, expone la voluntad de anular la representación, empuja la ficción hasta los límites de lo absurdo y de lo paradójico, ya que parece que se actúa o se habla en el momento justo en el que no se puede evitar la “actuación” y el “parloteo”. De esta forma, en el texto de Pinocho de Collodi, el personaje del Hada aparece en la ventana como una visión; es la chica muerta la que habla con una voz que parece venir de otro lugar, del más allá: su voz puede ser percibida como una “sombra”. En la adaptación de la obra, Carmelo Bene permanece fiel al texto (algo poco habitual), pero, a través de esta voz, toma distancia y lo transforma. Toda su poética se basa en la idea de ausencia, de sustracción: la poética del títere también entra dentro de este marco.
Hoy en día, la estética del títere en Occidente se extiende a muchos ámbitos y técnicas escénicas: a la amplia constelación de figuras que giran alrededor del títere (muñecos, autómatas, maniquíes, sombras, espejos, ángeles) se añaden nuevas reflexiones sobre el cuerpo artificial o nuevas técnicas con el desarrollo de la imagen virtual. Por otro lado, en el teatro muchas invenciones escenográficas pueden leerse a través del títere: desdoblamientos, reflejos, sustituciones o sustracciones del cuerpo humano o, incluso, su descomposición y desarticulación, todo lo que está en la frontera con lo humano y no es una simple imitación. Los ejemplos son innumerables, de las imágenes electrónicas congeladas de Bob Wilson a las condiciones extremas a las que se somete el cuerpo en las obras de la Societas Raffaello Sanzio, desde los dobles desorientados de Danio Manfredini hasta los cuerpos-máquina de la Fura dels Baus.
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