Los primeros títeres rusos, probablemente animados por los skomorokhs (actores ambulantes), aparecieron en la Plaza Roja de Moscú en un estrato del siglo XV. Eran figurillas de arcilla llenas de agujeros por donde pasaban los dedos del titiritero. La prueba escrita más antigua de un espectáculo llevado a cabo por un skomorokh es de 1636. Se trata de un dibujo subtitulado que representa un espectáculo de títeres, realizado por Adam Olearius (1603-1671), erudito alemán y secretario de la embajada de Holstein, quien describió su viaje a Persia atravesando Rusia. El titiritero muestra los títeres por encima de una especie de biombo circular fijado a su cuerpo, al igual que en Persia, China y Asia central. La misma fuente menciona un espectáculo de títeres celebrado en la corte del zar Alexis Mikhaïlovitch (1629-1676). Sin embargo, el primer teatro profesional del que se tiene constancia fue bajo el reino de Pedro I de Rusia (1672-1725). Éste pidió que vinieran titiriteros de países europeos con los que mantenía una estrecha relación (Alemania, Países Bajos y Dinamarca). Así fue como Jan Splavski, actor de origen húngaro, fue el primer titiritero conocido por su nombre en Rusia. En 1701, realizó una serie de giras bajo las órdenes del zar, a lo largo del río Volga y en Ucrania. Después, trajo una compañía de Gdańsk a Moscú, dirigida por Johann Kunst, alumno de Johann Velten. Johann Kunst fue el primero en ofrecer una representación abierta a todos y gratuita en la Plaza Roja de Moscú.

A partir de entonces, se formaron las primeras dinastías de titiriteros; al principio con los Iakoubovski, de origen polaco, activos en Moscú desde comienzos del siglo XVII hasta la década de 1760. El repertorio del siglo XVIII mezclaba adaptaciones de novelas de caballería, de la historia sagrada y de farsas, con personajes de trajes suntuosos y muchos accesorios. Eran populares los títeres de hilos, los autómatas, el teatro de sombras, los panoramas y el rayok o “teatro óptico”.

Fédor Volkov (1729-1763), considerado el primer actor profesional de Rusia, creó un teatro de títeres, quizás con el apoyo del zar Alejandro III, ya que ambos estudiaron en la escuela militar de cadetes.

En el siglo XIX, el teatro de títeres ocupaba un lugar privilegiado en la cultura rusa. La popular comedia de Petrouchka comenzó a evolucionar debido a la integración de diversas tradiciones europeas. En la representación de una novela de Dmitri Grigorovitch, Los organilleros de San Petersburgo (1843), los titiriteros de Rusia eran mayormente italianos, y los dos protagonistas, Polichinela y Petrouchka, podían aparecer en la misma obra, el primero como principal, y el segundo interviniendo al final. En el caso de Dostoïevski, con El señor Projarchin, ocurre lo mismo. Por otra parte, en sus obras podemos encontrar muchas alusiones y metáforas ligadas a los títeres.

En la segunda mitad del siglo XIX, los espectáculos de títeres los representaban, en su mayoría, titiriteros rusos y propietarios de los teatrillos móviles o balagans, como Pavel Sedov e Ivan Makarov (final de la década de 1890-comienzo de la década de 1900).

A principios de la década de 1900, el teatro de títeres ruso recibió un nuevo impulso de la bohemia intelectual y artística que seguía con interés las innovaciones de los titiriteros franceses y alemanes, sobre todo los del Teatro de títeres de Múnich. Nikolaï Evreïnov (1879-1953), por ejemplo, utilizaba a menudo a títeres en sus actuaciones en el Starinni Teatr (Viejo teatro) y escribió una adaptación en ruso del Karagöz turco. Esta fama intelectual favoreció a los que trabajaban exclusivamente con títeres.

En 1916, Ioulia Slonimskaïa (1884-1972) y su marido Piotr Sazonov (1882-1969) abrieron en Petrogrado (actualmente San Petersburgo) un teatro de títeres de hilos, que está considerado como el prototipo del teatro de títeres profesional moderno. Ioulia Slonimskaïa, quien creía en los poderes de la pantomima, vio en los títeres su línea a seguir. La pareja perfeccionó su arte en Italia y Alemania. Materializaron el resultado de sus investigaciones con Las fuerzas del amor y la magia, obra representada en París, próxima a la feria Saint-Germain en 1678 por la troupe de Charles Allard y Maurice Vondrebeck, donde también actuaba Jean-Baptiste Archambault, yerno de Brioché. El espectáculo, al que contribuyeron pintores, actores y cantantes de ópera, con colores vivos y técnicas variadas, se presentó en Petrogrado, pero durante poco tiempo. En 1917, el año de la Revolución, Ioulia Slonimskaïa emigró del país.

El periodo soviético. 1917-1960

Desde sus comienzos, el nuevo Estado nacido de la revolución de octubre de 1917 se propuso educar a la nación. El teatro debía jugar un rol particular, y más concretamente el teatro de títeres destinado a crear una nueva cultura infantil. Financiado por el Estado al igual que las demás formas teatrales, fue liberado materialmente pero sometido ideológicamente.

Durante el invierno de 1918-1919, cuando la guerra civil hacía estragos, se asentaron las bases del nuevo teatro de títeres con la ayuda de muchas artistas. Los Efimov (véase Simonovitch-Efimova), dinastía moscovita que tenía un monopolio sobre los títeres de guante, representaron fábulas de Ivan Andreïevitch Krylov (1769-1844) y cuentos de Hans-Christian Andersen en el Teatro Nacional Infantil. En Petrogrado, la pintora Lioubov Chaporina-Iakovleva (1873-1967) dirigió a un grupo de apasionados que debutó en el Teatro de títeres de niños, y perseveró en el uso de los títeres de hilos (hasta después de 1930, cuando la compañía se fusionó con el Teatro de Petrouchka de Evgueni Demmeni; véase Teatro Evgueni-Demmeni).

El Taller de teatro de títeres abierto en 1920 bajo la égida del prestigioso Teatro Kamerny de Aleksandr Taïrov (1885-1950) demostró que a los títeres se les tomaba en serio.

La empresa fue idea de Vladimir Sokolov, del Kamerny, quien vio en los títeres un modo de formar a actores: convirtiéndose en maestros en el control de títeres de hilos, los alumnos debía adquirir las leyes del movimiento musical y de la expresión vocal. A pesar de la financiación oficial, el Taller se quedó sin locales y tuvo que cerrar.

Agitación y propaganda. El vector de la agit-prop (“agitación y propaganda”) dirigida adultos y niños era Petrouchka. Era el héroe de los espectáculos que hablaban de la guerra civil y la lucha de clases, la alfabetización, la política sanitaria, y a veces de los temas religiosos, que se mantenían en un plano secundario. Un gran número de compañías actuaba en las ciudades, pueblos o para las tropas del frente. De hecho, Petrouchka era representada en cada celebración. Así, en el primer aniversario de la Revolución, en 1918, en Moscú, un club de artistas, el Petrouchka rojo, presentó La guerra contra los reyes de cartas, donde Petroucka, con una bandera roja en la mano, llamaba a las tropas a que combatieran. La obra fue editada en forma de libro acompañado de un conjunto de títeres que permitió que otras compañías la representaran.

Sin embargo, Petrouchka no era el único invitado de las celebraciones. En Vorónezh, representaron al aire libre La muerte de la hidra imperialista, donde el monstruo era un títere mecánico, de entre 50 y 60 metros de largo, que escupía fuego.

Y más adelante, en el décimo aniversario de la Revolución, presentaron obras satíricas donde los títeres caricaturizaban a dirigentes del resto del mundo.

A medida que la propaganda se convertía en menos necesaria, el títere de intervención política retrocedió, y a finales de la década de 1930, el género se extinguió. La literatura infantil reemplazaba la política de salud. Esta evolución, de todas formas, fue atrasada por los ataques oficiales dirigidos entre finales de la década de 1920 y comienzos de la década de 1930 a los cuentos de hadas, un género obsoleto que preconizaba el misticismo y el monarquismo. En 1936, un decreto especial del partido comunista puso fin a su campaña ideológica.

Muchos titiriteros reputados, como Nikolaï Solntsev (1895-1958), un constructor habilidoso además de titiritero, comenzaron su carrera por el agit-prop. Nikolaï Bezzoubtsev (1885-1957) fundó una troupe de amateurs en la Universidad de Vorónezh, que formó el núcleo de una de las más antiguas compañías rusas, el Teatro de títeres de Vorónezh. El escultor Nikolaï Chalimov, quien trabajaba para el Teatro de la Armada roja en Asjabad, recibió del Estado una ayuda bajo la forma de pañuelos cogidos de las colecciones del emir de Boukhara, y comenzó a fabricar títeres. Su obra de títeres futuristas, La corona y la estrella, fue escogida para la inauguración del teatro moscovita La Máscara (cerrado por las autoridades después de varias representaciones).

El comienzo de la era Obraztsov. Del abandono de la agit-prop nació una práctica profesional para el títere. El museo de los Juguetes dirigido por Nikolaï Bertram (1873-1931) se convirtió en el centro federador de varios teatros de títeres. Un seminario organizado por Evgueni Demmeni en Leningrado fue la primera tentativa de formar titiriteros profesionales. Abrieron teatros para niños en Iaroslavl (1928) y en Nijni-Novgorod (1929). En la misma época, Demmeni representó sus primeros espectáculos para adultos y los “conciertos” de Sergueï Obraztsov consiguieron sus primeros éxitos.

Un nuevo capítulo de la historia de los títeres soviéticos comenzó cuando Obraztsov fue nombrado director del Teatro de títeres del Centro de Educación Artística de la Infancia de Moscú, en 1931. Sus talentos artísticos y su habilidad como administrador llamaron la atención hacia el títere de los profesionales y del público. En 1937, el teatro de Obraztsov se mudó a unos locales del centro de Moscú, donde también crearon un museo de títeres. El mismo año, celebraron un festival en Moscú con el fin de dar a conocer los logros del joven arte soviético del títere, pero también para infundir entre los titiriteros de las otras repúblicas de la federación el deseo de imitar la técnica y el repertorio de Obraztsov.

El primer espectáculo de Obraztsov para adultos fue en 1940, Aladdin y su lámpara maravillosa, lo que contribuyó a difundir a lo largo de la Unión Soviética y en los países del Este el uso de títeres de varillas, que Obraztsov juzgaba de “romántico”.

Entre 1941 y 1945, es decir cuando la Segunda Guerra Mundial llegó a la Unión soviética, comenzó a utilizar las formas olvidadas del teatro de agit-prop y creó obras como Programa del frente (1942) sobre las líneas occidentales, en aquel entonces peligrosamente cercanas a Moscú. Por su parte, la compañía de Demmeni representaba una fábula política, El águila y la serpiente, en las estaciones desde donde las tropas partían al frente. Aparecieron nuevos teatros. Tan pronto como el asedio de Leningrado fue levantado a finales de 1944, el Teatro nacional del Cuento fue abierto. Incluso en el campo de trabajo de la región de Komi, algunos de los prisioneros que trabajaban en el ferrocarril del norte formaron troupes de títeres

Un deshielo y la Unima. En la década de 1950, el títere soviético (fuera ruso o no) tendía a imitar el teatro que imitaba a la vida, lo que creaba un realismo puntilloso, y por lo general, poco creativo. Fue a finales de dicha década, cuando el país se abrió un poco al mundo, y ahí fue cuando comenzó a haber cambios. Así, el checo Josef Skupa vino a Moscú junto a su teatro mientras que una importante delegación soviética participaba en el primer festival de títeres de Bucarest en 1958. Ese mismo año, inauguraron un centro de Unima. Los titiriteros de todo el país invitados al desfile de los Títeres de la Unión, en 1958, quedaron impresionados por las producciones del Teatro de Sombras de Moscú (fundado en 1937) y particularmente por el trabajo de Iekaterina Zonnenstrahl (1882-1967).

El periodo soviético. 1961-1991

La década de 1960, que corresponde al “deshielo” del largo invierno de Stalin, marcó el fin de la gran época de los títeres de la Rusia soviética.

A primera vista, nada había cambiado. Hasta la mitad de la década, no se hacía nada que no fuera dictado por una sola autoridad: Sergueï Obraztsov. Él lo decidía todo, el repertorio, el perfil artístico de la compañía, desde los principios escenográficos hasta las dimensiones del escenario, la biblioteca del teatro, e incluso la especie de los pájaros enjaulados que adornaban el teatro. Fue la época del ascenso profesional de Marta Tsifrinovitch, quien adaptó las técnicas de Obraztsov. Las obras para títeres de inspiración nacional estaban de moda, como las de Nina Guernet. Evgueni Speranski e Iouri Elisseiev, a la vez autores y directores que actuaron por todas partes. Y las nuevas personalidades, por ejemplo Guenrikh Sapguir (1928-1999), parecían la promesa de un bello porvenir.

Sin embargo, si se mira con atención, puede verse que los directores proponían una filosofía muy diferente a la de Obraztsov, quien creía que el títere era un modo de entretenimiento de calidad dirigido a adultos y un modo ingenioso de educar a los niños. Entre finales de la década de 1960 y comienzos de la de 1970, la nueva generación de directores rechazó las obras para títeres en beneficio de las adaptaciones de clásicos universales.

La obra Alondra, de Jean Anouilh, dirigida por Boris Ablynine, fue de alguna forma el pájaro anunciador de una buena era. El teatro de Ablynine estuvo abierto hasta el año 1972, y la brevedad de su existencia demostró que la innovación era imposible con Obraztsov. Entonces, los artistas más ambiciosos hubieron de instalarse en zonas rurales para poder producir el teatro que querían hacer.

Uno de estos reformadores, Vladimir Stein, se instaló a mediados de la década de 1970 en Ufá, en Baskortostán, donde representó su espectáculo emblemático, El barco blanco (1977). En aquel momento adquirieron la madurez artística los graduados en la escuela de Korolev, la cual revolucionó completamente la percepción del arte del títere en Rusia.

La “zona de los Urales”. El fenómeno era particularmente visible en el trabajo que se hacía en las “zona de los Urales”, donde muchos teatros de títeres estaban dirigidos por los alumnos y adeptos de Mikhaïl Korolev: destacan Valeri Volkhovsky, Viktor Chraïman, Roman Vinderman, Anatoli Toutchkov y Mikhaïl Khoussid entre los directores, y Mark Bronstein o Elena Loutsenko entre los escenógrafos y decoradores. Todos ellos tenían un rol importante en la creación de la red de los Urales materializada por los festivales, seminarios y encuentros de donde salía un programa artístico común que preconizaba un lenguaje metafórico donde se respondían códigos visuales y contenidos sociales. En la base de un espectáculo de los llamados de la “zona de los Urales”, existía el conflicto que oponía al artista y a las autoridades (o el individuo y la sociedad), y con el objetivo de hacerlo tangible sobre el escenario, la única solución era la de hacer intervenir a un actor vivo. El actor, fuera cual fuera su personaje, D’Artagnan o Juana de Arco, se mostraba siempre contrariado por los poderes representados invariablemente por los títeres, máscaras o maniquíes. La “zona de los Urales”, que reflejaba las aspiraciones de la sociedad por la libertad, no perdió su posición de avanzadilla hasta mediados de la década de 1980, tras la puesta en marcha de la perestroïka (“restructuración”). Ésta modificó de manera espectacular los enfoques del arte y la vida. La vida parecía entonces más rica, sugestiva y estimulante que todas las imaginaciones teatrales.

La “zona de los Urales” no fue el centro de una reorganización del arte ruso del títere. Se produjo una verdadera descentralización. Los jóvenes directores Igor y Anna Ignatiev, quienes más adelante participarían en los buenos tiempos del Teatro de Cuentos de Hadas de San Petersburgo, comenzaron su carrera en Perm. Rezo Gabriadze, establecido en Tbilissi a comienzos de la década de 1980, realizó giras por Rusia y trajo nuevos colores y formas al teatro nacional. Sus producciones de cámara corregían afortunadamente las ambiciones cuantitativas de los directores rusos (fueran pro o anti-Obraztsov) que contaban con el personal digno de una gran empresa puesto al servicio de un espectáculo que no tenía más de diez personas sobre escenario y era para doscientos espectadores.

La “zona de los Urales” fue puesta en duda en los mismos Urales, en el Teatro de títeres de Kourgan, por Boris Ponizovski (1930-1994), director y educador menos conocido por sus espectáculos que por sus ideas y por la influencia que ejercieron en la década de 1990 sobre el teatro de títeres y experimental (compañía AKHE de San Petersburgo). Ponizovski se preocupaba menos de las implicaciones sociales del lenguaje metafórico que de un lenguaje teatral, visual y dramático, enteramente nuevo. El eco de las experiencias que llevó a cabo en la década de 1980 en Kourgan resultó en dos teatros en Leningrado, uno (conocido más adelante como Svitaïa Krepost Santa Fortaleza de Vyborg) dirigido por Iouri Labetski, y el otro, el Koukla (Títere), dirigido por Evgueni Ougrioumov,  donde emplearon el títere psicológico con material clásico que no dependía del títere. Mikhaïl Khoussid, otro adepto de Ponizovski, director del Teatro de títeres de Tcheliabinsk en la década de 1980, trató, por primera vez en un teatro nacional, de hacer revivir las formas tradicionales bajo la égida del museo de Títeres reanimados. También representó un Fausto y un Petrouchka de un arcaísmo estilizado (escenografía de Ioulia Viktorova). Otra empresa de recuperación: la de Viktor Novatski (1929-2003), quien, junto a Irina Ouvarova, organizó el renacimiento del vertep, del que existe un festival en Moscú desde 1995.

El periodo postsoviético

El comienzo de la década de 1990 fue marcado por una gran diversificación de los espectáculos de títeres y por el declive de los poderes teatrales, incluida la dirección. Todo lo que se calificaba como “grande” (las ideas, el público) se rechazó. Un espectáculo podía representarse en una habitación, sobre una mesa. La máxima disminución fue la del Teatro Ten’ (Sombra) y su Gira por Rusia del gran teatro real liliciano (1996): todo su material ocupaba 5 metros cuadrados y tan solo cinco espectadores podían acudir a la representación.

A lo largo de la última década del siglo XX, los actores y decoradores pudieron ejercer su actividad libremente: los escenarios tenían decorados salvajes o abstractos, además de “instalaciones” en el sentido artístico de la palabra. Los autores representaban sus propios espectáculos. De esta forma, Andreï Efimov del Teatro de títeres de Ekaterimburgo diseñó y fabrico él mismo setenta títeres para su espectáculo Una ilusión, cuya intriga era la demostración del propio proceso sobre el escenario. Esta obra, al igual que otros “espectáculos de escenógrafos”, no pretendía crear la ilusión de una producción acabada, ni justificar experiencias formales a través de un cuento familiar, sino que pretendía, más bien, demostrar un saber hacer escénico rechazado durante décadas. Habiendo perdido sus reparos externos e internos, e incluso sus censores, el teatro de títeres ruso, como el resto del país, debería aprender a formar parte del mundo.

Para los actores, el declive del director significó un retorno masivo a Petrouchka cuando querían trabajar lo tradicional. Anatoli y Larissa Arkhipov fueron dos de los reanimadores de Petrouchka, al igual que Aleksandr Zabolotny (en Pskov) quien encontró el personaje arquetípico bajo diversas formas, desde Kolobok, el pequeño pan mágico de los cuentos de hadas, hasta Hitler.

Los directores vencieron la crisis a su manera. Habiendo abandonado toda base literal textual, consiguieron sacar los diálogos del escenario. La música obtuvo un papel más importante y se produjeron decenas de óperas, ballets, actuaciones de piano y sucesiones sinfónicas para títeres. La necesidad de hacer un balance de sí mismo llevó el teatro de títeres ruso a utilizar técnicas ya desarrolladas en Europa, pero inutilizadas en Rusia durante más de cincuenta años. Los títeres de hilos, de guante, y de sombras, que habían sido olvidados, se unieron a los títeres de varillas, técnica dominante de la mitad del siglo XX. Tras el comienzo de la década de 1990, fue difícil ver un espectáculo donde tan solo se utilizaba una sola técnica de manipulación. El final de Don Juan (1997, dirección de Aleksandr Borok y Sergueï Plotov) en el Teatro de títeres de Ekaterimburgo presentaba las manos estrechadas entre un títere y un actor, imagen de paz marcada por la modernidad y la tradición.

El final de la década de 1990 estuvo marcado por una bajada cuantitativa y un alza cualitativa de los nuevos teatros. El teatro Potoudan de San Petersburgo, con sus dos primeras producciones (El rio Potoudan’, inspirado en Platonov y La perspectiva Nevski, inspirado en Nikolaï Gogol) ilustra bien esta tendencia; ya ha recibido una Máscara de oro y ha realizado varias giras.

En 2005, más de 100 teatros de títeres públicos y un millar de teatros privados actuaban en Rusia.

Títeres y nacionalidades

16 repúblicas autónomas, 5 regiones autónomas y 10 distritos autónomos forman la federación de Rusia, con más de 100 nacionalidades culturalmente distintas. Todas las capitales de entidad administrativa, o casi todas, poseen su propio teatro de títeres que actúa en ruso y en la lengua nacional. Los teatros de títeres de los Tchovaches en Tcheboksary, de los Ourdmoutes en Ijevsk, de los Maris en Iochkar-Ola, el Teatro Skazka (del Cuento) en Abakan, en Khakassie, además de otros gozan de una sólida reputación entre los profesionales. El Teatro nacional de títeres Ekiyat (del Cuento), fundado en Kazan (Tatarstan) en 1934 y el Teatro nacional bachkir fundado en 1932 en Oufa, en Bachkortostan (Bachkirie) son los dos establecimientos no étnicamente rusos más antiguos del país.

Enseñanza y museos

La mayoría de las escuelas de títeres en Rusia recurren a los métodos de Mikhaïl Korolev y a sus cuatro carreras profesionales (actor de títeres, director, decorador-escenógrafo y fabricante). Cada escuela propone anualmente un ciclo de estudios de cuatro o cinco años. Los más conocidos son la Academia de las artes teatrales de San Petersburgo, el Instituto nacional del teatro de Iaroslavl y el Instituto nacional del teatro de Ekaterimburgo.

Son muchos los museos representativos de la vitalidad del arte del títere en Rusia y del interés que muestran ante lo que se hace en el resto del mundo.

El Museo del títere del Teatro Central, en Moscú, presenta la mayor colección de títeres tradicionales y modernos de diversos países, además de archivos. En la capital, también se puede visitar  el museo del Teatro nacional central Alekseï-Bakhrouchine que presenta una colección de títeres, dibujos y objetos provenientes, sobre todos, de las antiguas repúblicas soviéticas.

En San Petersburgo, el museo del títere del Teatro nacional Demmeni alberga una colección correspondiente a su repertorio después de la década de 1920. El museo de antropología y etnografía Pedro el Grande posee una colección de títeres del sudeste asiático, India y China. El museo ruso de etnografía expone colecciones de máscaras de rituales del norte de Rusia, Moldavia, objetos de culto chamánico de Siberia, del Extremo Oriente y relativos al vertep.

Revistas

Existen dos revistan publicadas (irregularmente) en Rusia: Koukart en Moscú, desde 1989, donde cada número está consagrado a un tema particular, “Títere y carnaval”, “Teatros de apartamento”, “Libro y títere”, “El maniquí”, “El belén”, “ La vanguardia”, “Meyerhold y el títere”; Teatr Tchoudes (Teatro de los milagros) en Moscú, desde 2001, realizado por la reunión del Teatro Central, de la fundación Sergueï-Obraztsov y el centro Unima-Rusia.

Festivales

Cada año en Rusia, se celebran un gran número de festivales diferentes por sus temas, objetivos y público al que están dirigidos: el festival ecológico del Teatro Skazka de Abadan; el festival Oulitka (Caracol), irregularmente en Arkhangelsk; el bianual Mouraveïnik (Hormiguero) en Ivanovo; KoukArt en San Petersburgo; festivales de los Urales, Siberia y del Extremo Oriente en diferentes ciudades de importancia regional. El más prestigioso es el del Teatro de títeres de Riazan.

Moscú celebra su fiesta del vertep amateur y profesional desde 1995, y su festival internacional de títeres Sergueï-Obraztsov. El concurso teatral anual Zolotaïa maska (Máscara de oro) también galardona a un espectáculo de títeres.

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