El conocimiento abierto del títere y de sus técnicas es un fenómeno reciente que data del siglo XX. Los orígenes de este arte no dan lugar a dudas. Los chamanes o las sociedades secretas obtenían su poder y su persistencia de la manipulación de objetos. Pero el manejo y la construcción de títeres siempre se han visto envueltos por un halo de misterio por parte de los chamanes y de los sacerdotes, que no compartían sus secretos más que con un escogido grupo de aprendices y asistentes. Como subraya Paul McPharlin, en las sociedades hopi, kwakiutl o tolteca, por ejemplo, estos métodos se ocultaban no ya como “secretos del oficio”, sino como un misterio sagrado. Las sociedades que utilizaban los títeres con un espíritu de crítica social también estaban celosas de sus secretos. El anonimato de los titiriteros en la sociedad Ekon de Nigeria se mantenía de esta forma y sus métodos de trabajo no se revelaban. Si los títeres caían al suelo mostrando su mecanismo oculto, el pueblo debía matar a la compañía entera. En el mejor de los casos, solo el titiritero responsable de la ofensa era ejecutado y los otros vendidos como esclavos.
El igual que el chamán, el feriante no tenía ningún interés en revelar los secretos de la actividad de la que vivía. Incluso a finales del siglo XIX, los titiriteros no dejaban examinar de cerca sus títeres. Su fabricación se consideraba un secreto que no se debía transmitir más que de padres a hijos y debía preservarse celosamente de la curiosidad. Thomas Holden tenía la costumbre de esconder la parte trasera de su teatrillo con una especie de tienda de campaña a resguardo de todas las miradas, incluidas las de los tramoyistas. Este costumbre es antigua: al igual que los “conductores de secretos” que, en la Edad Media, se encargaban de los efectos especiales, la maquinaria y los trucos (en 1459, los constructores de teatros reunidos en Ratisbona se imponían “la ley del secreto”), los titiriteros de hilo franceses hablan todavía hoy en día de “guardar el secreto” y denominan a la acción de atar los hilos de la marioneta a su control ensecrètement (secretos del oficio). En Japón, a partir de finales del siglo XVII, los teatros de ningyô-jôruri, más tarde bunraku, comenzaron a competir con el kabuki, pero también entre sí. Las técnicas de manipulación no se conocían en detalle. Las licencias para enseñar y para ejercer este arte eran muy codiciadas y los secretos se convertían en un bien preciado transmitido únicamente a algunas personas seleccionadas. Yoshida Minosuke, un maestro titiritero contemporáneo de la Asociación nacional de bunraku, acepta dar conferencias y hacer demostraciones, también en la televisión, pero sabe que su nivel artístico no corre peligro de ser descubierto de esta manera, ya que sólo una enseñanza “cara a cara” y de larga duración podía dar resultados.
Únicamente cuando el títere fue considerado como un arte completo y como una herramienta importante para la educación, se consideró la posibilidad de compartir conocimientos y técnicas. En 1906, Edward Gordon Craig desarrolló su teoría de la supermarioneta y publicó en The Mask y The Marionette unos bocetos y unas descripciones de diferentes títeres, entre los cuales se incluían los bunraku. Los movimientos pedagógicos, bajo la influencia del psicoanálisis, o la política cultural de algunos estados (por ejemplo, la China comunista) contribuyeron también a sacar al títere de su dominio reservado. A partir de la Primera Guerra Mundial, con la internacionalización creciente de las relaciones entre los hombres y los países, los festivales comenzaron a multiplicarse en todas las artes, incluidos los títeres. La idea de compartir experiencias progresó y la multiplicación de las enseñanzas públicas abolió la tradición del secreto. (Véase también Secretos del oficio, Festival.)