Según la etimología (del griego automatos, “que se mueve por sí mismo”), el autómata presenta un carácter prodigioso. A diferencia de otros seres artificiales, movidos por una fuerza exterior, el autómata poseería una vida propia e, independientemente de sus funciones y de sus mecanismos (escondidos), remitiría siempre a la noción de lo maravilloso. En la Antigüedad, el autómata presentaba ese doble aspecto que atañía al mismo tiempo al prodigio divino y a la máquina escénica. La expresión deus ex machina significa literalmente un “dios que aparece en medio de una máquina” y designa ese procedimiento de la dramaturgia griega y después clásica que debía aclarar “milagrosamente” el drama sin revelar los principios o los mecanismos de su aparición.

Nos encontramos con esta idea también más allá de Europa: en la dinastía Tang (618-907), en China, Chaoye Qianzai (Registro de los asuntos de dentro y fuera de la Corte), escrito por Zhang Zhuo Da, que narra sucesos entre los reinados de Wu Zetian (624-705) y de Xuanzong (685-762), y nos habla de un monje mendicante de madera que sostiene un cuenco lleno de monedas de cobre, creado por un maestro artesano. Nos encontramos con informes de la era Tang de marionetas de agua que tienen mecanismos accionados con agua y, aunque este tipo parece que ha desaparecido hace ya mucho tiempo en China, nos encontramos en la actualidad Vietnam,  con marionetas de agua que circulan sobre pistas bajo la superficie, comparte este arte distintivo. En toda Asia Oriental existen noticias de figuras mecánicas, a veces asociadas con los carritos desplegados durante los periodos de festivales, como el japonés karakuri ningyo o, a veces, en teatros donde se exhibían figuras con mecanismos de relojería elaborados en los siglos XVI al XVIII, o en poder de las élites, con pequeños servidores té o arqueros como preciosas maravillas. Al igual que en Occidente, nos encontramos con que las personas que diseñan estas figuras coinciden con los innovadores de ingeniería (por ejemplo, en el siglo XIX el ingeniero e inventor Hisashige Tanaka 1799-1881 fabricaba figuras y se le considera el fundador de la contemporánea Toshiba Corporation). La historia de los autómatas es más amplia que la de su desarrollo en Occidente.

La idea de dispositivo automático y la noción de espectáculo, unidas desde muchos siglos antes, daría sus frutos siglos más tarde en las grandes maquinarias barrocas. En su obra Metafísica, Aristóteles designa como thaumata esas maravillas automáticas capaces de suscitar la sorpresa y la reflexión filosófica; mientras que la metáfora filosófica del organismo “mecánico” y de la idea de un hombre movido por cuerdas elásticas (neura, los “nervios”), las pasiones, aparecía en Platón. El anatomista Erasístrato (siglo iii a.C.) veía al hombre como una máquina accionada según un sistema neumático en el que el corazón constituiría la fuente de calentamiento. El desarrollo de la “neumática”, que explotaba las propiedades de los fluidos en movimiento, del vapor y del aire comprimido (también gracias al calor del fuego), hacía posible el diseño de pequeños dispositivos mecánicos, esas “maravillas” que se podían encontrar en la época helenística y romana. Mientras que en Delfos las estatuas animadas pertenecían todavía al ámbito religioso, en el siglo I d.C., Herón de Alejandría ofreció en su tratado sobre los autómatas el primer ejemplo de teatro mecánico, un dispositivo de base fija con figuras refinadas movidas por ruedas y cilindros accionados gracias al movimiento de la arena –según el principio de la clepsidra–, preludio de las grandes invenciones del Renacimiento. Ese tratado fue, por cierto, traducido por Bernardino Baldi en 1589, mientras que en 1588 se publicó el primer libro sobre los autómatas de la era moderna: Le Diverse et Artificiose Macchine (Las diversas y artificiosas máquinas) de Agostino Ramelli. Por último, hay que recordar que la palabra griega thaumatopoios significaba “el que hace juegos de manos” y que thaumatourgos ha sido traducido incluso por “titiritero”; de esa palabra surgió en la época cristiana taumaturgo, “el que hace milagros”. La construcción de androides, de autómatas o de figuras mecánicas antropomorfas oculta así, desde sus orígenes, la aspiración del hombre a compararse, con un propósito de emulación, con el Dios creador.

Incluso antes de manifestarse en la historia, esta ambición está presente en el mito, con Dédalo, el inventor de la primera “máquina voladora” o Hefesto/Vulcano, herrero de Zeus y creador del gigante de bronce Talos. Las estatuas móviles del antiguo Egipto se regían también por el simulacro divino (véase Egipto). El alma de la estatua, el aliento divino que la movía, se llamaba ka.

De la Edad Media al siglo xvii

En la Edad Media llegaron a Europa y, en particular, a Sicilia –donde la difusión de un tratado sobre los “mecanismos ingeniosos” del erudito árabe Al-Jazari fue determinante en el siglo xiii– animales de gran refinamiento destinados a adornar los jardines. Entre ellos figuraban pájaros cantores mecánicos, ancestros de los animales artificiales que adornaron los jardines del Renacimiento y los jardines barrocos. De nuevo, el mito y la literatura amplificaron los prodigios de la técnica: en la Hypnerotomachia Poliphili (El sueño de Polífilo), de Francesco Colonna (1569), Polífilo es “acosado” por un chorro de agua que sale de una estatua en un jardín termal donde se cruza con curiosos aparatos hidráulicos móviles y sonoros, los mismos, hoy perdidos, que dejaban estupefactos a los visitantes (entre ellos Montaigne en 1590) de la Villa de Pratolino (1569). Esos mecanismos fueron imitados en otros jardines de Europa, por ejemplo en

Hellbrunn en un conjunto que se remonta al principio del siglo xvii, enriquecido por un teatro mecánico a mediados del siglo xviii. Allí, numerosas figuras movidas por un sistema hidráulico ponían en escena el espectáculo mecánico de una naturaleza recreada, mientras que unas grutas albergaban personajes míticos y animales artificiales. En los siglos xvi y xvii, los equipos automotores también formaban parte de la gala de la que se rodeaban los príncipes y los nobles: leones, bogavantes, tortugas móviles, bailarines, personajes mitológicos, pesebres mecánicos, carros triunfantes, pájaros que volaban o trinaban, relojes musicales formaban ese conjunto de objetos diversos que a menudo se encontraban en los Wundernkammern o gabinetes de curiosidades. Algo muy diferente son en cambio las figuras más familiares de los jacquemarts: esos hombres de hierro que daban las horas, que marcaban el tiempo humano en las iglesias y en los campanarios, no entran en esta categoría de lo maravilloso. La representación sagrada (por ejemplo, en la Asunción de Dieppe, de 1443 a 1647, véase Francia) utilizó asimismo figurillas mecánicas, mientras que en la época barroca tuvieron lugar los primeros intentos de crear música automática con Giovambattista Della Porta, Athanasius Kircher o Kaspar Schott. En el Renacimiento también se realizaron las anatomías móviles (por ejemplo, las de cera de Cigoli) y al final del siglo xvii, el anatomista Lorenzo Bellini explicaba el funcionamiento del aparato músculo-esquelético comparándolo con el de los teatros mecánicos y citando a tal efecto las máquinas hidráulicas de la Villa de Pratolino. Si bien aquí permanecemos en el ámbito del conocimiento científico –que, por cierto, puede tener una dimensión espectacular, como testimonia la expresión de “teatro de anatomía”–, nunca estamos lejos del mito literario, como lo demuestra la fortuna del homunculus de Paracelso hasta el Fausto de Goethe.

La edad dorada de los autómatas: siglos xviii y xix

En el siglo xviii, esa fiebre de conocimiento del hombre como máquina (y de su superación gracias a estructuras artificiales) halló su expresión más elaborada en numerosos escritos, desde las investigaciones sobre el funcionamiento de las arterias hasta los estudios del médico y filósofo La Mettrie. Para el autor de El Hombre Máquina (1748), el alma, una “hipótesis inútil”, se adhiere totalmente a los órganos del cuerpo y el hombre es un conjunto de resortes que se accionan automáticamente, donde cada fibra se mueve involuntariamente por sí misma. La Mettrie dota la materia de sensibilidad y tiende a anular el abismo tradicional entre esta y el pensamiento. Esa idea es esencial en la historia de los estudios sobre el hombre en calidad de “mecanismo” y deja filtrar la aspiración a una concepción unificada del hombre, abriendo la vía al materialismo.

También en el siglo xviii, la ciencia y la técnica fueron utilizadas con fines lúdicos y divertidos en la fabricación de androides, de las criaturas de Vaucanson (el Pato, el Tamborilero y el Flautista, que imitaban los detalles del funcionamiento orgánico) a los tableros mecánicos de moda en Francia (paisajes con figuras en movimiento, artesanos y magos dotados de habla) hasta las figuras de Pierre y Henri-Louis Jaquet-Droz, alrededor de 1770. El Músico, el Escritor público y el Dibujante reproducían mecánicamente tareas humanas, y eran entonces presentados en numerosos países de Europa a un público dispuesto a pagar para admirar tales maravillas. En esos actores mecánicos presentados por “titiriteros-agentes”, se encontraba ese universo maravilloso pero realzado por los prodigios de una técnica capaz de reproducir lo real. Un testimonio esplendoroso de ello es el Pato de Vaucanson presentado en 1738, extraordinaria imitación no solo de los movimientos del animal, sino también de sus funciones, ya que comía y “digería” la comida engullida. Esa demostración trajo tanta cola que incluso provocó debates muy serios sobre el proceso de la digestión hasta que el “truco” del hábil constructor fue revelado: la comida no era transformada, sino que estaba oculta en una caja interior. Es notable que, en el siglo xix, el Pato de Vaucanson fuera restaurado por el ilusionista Robert-Houdin, que encarnó bien esa conjugación entre una técnica refinada y el número espectacular.

Imitación y superación de lo humano, el autómata, como otras figuras artificiales, cuenta con dos posibilidades: mientras que el enfoque tecnológico da la ilusión de una superioridad de lo humano, el arte ve en el autómata un potencial sobrehumano lleno de fascinación y de peligro. En pleno Siglo de las Luces, los constructores de autómatas más importantes legaron al romanticismo el carácter imaginario, demoníaco y sobrenatural de sus criaturas. El “Turco” de Wolfgang von Kempelen presentado en la corte de Viena en 1790 es un caso ejemplar de ello: se trataba de un falso autómata, de un ajedrecista extraordinario que unía una mecánica sofisticada y una sutil puesta en escena utilizando las prácticas gestuales y los efectos técnicos de luz que existían en aquella época. El espectáculo hipnotizó al espectador, que no se daba cuenta de que la máquina ocultaba a un ser humano e incluso dejaba existir una duda en cuanto a la misteriosa “inteligencia” de ese ser artificial. Los románticos recogieron su aspecto inquietante y demoníaco: para Edgar A. Poe, que lo vio en 1836 presentado por Maelzel, la impresión de un mecanismo que se valía por sí mismo era creada por las dimensiones y los rasgos toscos del Turco, que, si hubiese sido una imitación perfecta de un hombre, seguramente no habría producido el mismo efecto.

Una dimensión poética y teatral marca los espectáculos de autómatas, que cautivaban las miradas y la imaginación, y siguieron estando muy de moda hasta mediados del siglo xix. A menudo se trataba de figuras del espectáculo como bailarines, Pierrots, payasos, acróbatas o músicos. George Sand, en su artículo sobre Le théâtre des marionnettes de Nohant (El Teatro de marionetas de Nohant, 1876), relata haber visto en Venecia (en 1834) “dramas de caballería ejecutados por maravillosos autómatas”. El espectáculo se daba en una plaza: “Eran hábiles maquinitas, caballeros de un codo de altura que se entregaban a combates ecuestres, damas chorreantes de oro o de piedras preciosas que entregaban el premio al vencedor, pajes que tocaban la trompa en lo alto de las torres”. Un texto acompañaba la demostración, versos de Tasso o de Ariosto “chillados en la barraca para explicar la acción”.

La literatura romántica, y después la simbolista, desarrollaron el mito del autómata y de la criatura artificial en tonalidades fantásticas y esotéricas, desde “el hombre de las máquinas” de Jean-Paul (Palingénesis, 1798) y Les Automates (Los Autómatas, 1814) o la Olimpia mecánica de Hoffmann en L’Homme au sable (El hombre de arena, 1817), hasta L’Ève future (La Eva futura, 1886) de Villiers de L’Isle-Adam.

El mito literario entra así en resonancia con la leyenda real. Los autómatas más famosos del siglo xix fueron sin duda los de Jean-Eugène Robert-Houdin (1805-1871). Hijo de relojero, fascinado por los mecanismos, restauró el Pato de Vaucanson, como ya hemos visto, así como otros autómatas antiguos, pero sobre todo los creó él mismo y, en su teatro, dio “Veladas fantásticas” en las que se podían ver números de ilusionismo, marionetas de hilo y sus autómatas: el Escamoteador, el Bailarín de cuerda, el Pájaro cantor, etc. La reputación de Robert-Houdin fue tal que se desarrolló su leyenda hasta el punto de que fue enviado a África del Norte para arruinar el crédito de los morabitos gracias a sus “poderes” superiores.

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